En casa los
hábitos lectores me fueron inculcados desde la oralización de textos
maravillosos y poéticos. Desde que tengo memoria, recuerdo como la voz de mis
padres arrullaba las noches de negra fantasía: coplas, versos cojos, relatos
populares o cuentos de hadas orquestaban una hermosa sinfonía que aguardaba con
anhelo al finalizar el día. De hecho, la ocasión era también una excusa para
reunirme con mis padres que en el día se ausentaban a casusa de las exigencias
laborales. De esta manera, el cielo nocturno nos acercaba propiciando el
ambiente adecuado para una jornada de tertulia infantil que disipaba mis miedos
y pesadillas ocasionales. Así, a partir de la recitación apasionada de
narraciones mágicas que usualmente improvisaba mi padre, imprimiendo la calidez
y fuerza que requerían para cobrar vida en mi imaginación, las fábulas me
transportaban a mundos lejanos. De forma que comencé a interesarme no solo por
el reino fantástico de la literatura, sino por las artes en general ya que me
ofrecían la posibilidad de personificar mis más absurdos deseos e imaginarios.
A través de aquellos portales espacio-temporales, podía recorrer el universo de
ficción tal y como si fuera un personaje inmerso en mi propia historia. Además,
me era posible comprender el sentido de muchas cosas que hasta entonces
ignoraba y apreciar el valor de aquello que aprendía. De esta manera, recreaba en mi mente seres, escenarios y
situaciones que debía inventar a partir tanto de las diestras descripciones del
histrionismo paterno, como de mis facultades intuitivas que a menudo fallaban
dando como resultado un cuento algo disparatado respecto a los criterios de
verosimilitud. Este fue el caso de la historia de El Rey Pepinito, pues al
oírla pensaba que era como en las fábulas, un personaje al que se le atribuyen
cualidades humanas. Es decir, un vegetal –el pepino-. Lo que ignoraba era que
la narración hacía referencia a un rey de Francia: Roi Pepin le Bref. Esto es,
en realidad era un ser humano, no una hortaliza humanizada.
Igualmente,
aquellas narraciones tenían un momento especial, se reservaban para las
ocasiones en que se iba la luz, entonces mi padre me las contaba bajo el
resplandor de las velitas que prendíamos mientras esperábamos a que la
iluminación eléctrica regresara. Sin
embargo, para mis adentro anhelaba que aquel momento de sublime misticismo se
extendiera hasta el amanecer. Los siguientes son algunos de los relatos orales
que alimentaron mis ensueños infantiles, perdurando en mi memoria hasta estos
días:
“En agua de Colonia
Lavaba a su Marrano, Doña Antonia
Con empeño ya tal, que daba en terco;
Pero a pesar de afán tan obstinado,
No consiguió jamás verle aseado,
Y el Marrano en cuestión fue siempre Puerco.
Es luchar contra el sino
Con que vienen al mundo ciertas gentes,
Tratar de hacerlas pulcras y decentes:
El que nace Lechón, muere Cochino.”
El viejo y la muerte
“Entre montes, por áspero camino,
Tropezando con una y otra peña,
Iba un Vejo cargado con su leña,
maldiciendo su mísero destino.
Al fin cayó, y viéndose de suerte
Que apenas levantarse ya podía,
Llamaba con colérica porfía
Una, dos y tres veces a la Muerte.
Armada de guadaña, en esqueleto,
La Parca se le ofrece en aquel punto;
Pero el Viejo, temiendo ser difunto,
Lleno más de terror que de respeto,
Trémulo la decía y balbuciente:
«Yo ... señora... os llamé desesperado;
Pero... «Acaba; ¿qué quieres, desdichado?»
«Que me cargues la leña solamente.»
Tenga paciencia quien se cree infelice;
Que aun en la situación más lamentable
Es la vida del hombre siempre amable:
El Viejo de la leña nos lo dice.”
Félix María de Samaniego
Coplas cojas:
"En el día sale el sol
De noche sale la luna,
Una, dos, tres,
Tres, dos, una."
"Era tan gorda Sofía
y su gordura tan fofa,
que sentarse no podía,
en el sofa."
"Golondrina, golondrina,
a la que el tiempo no acaba,
y suele salir sin gaba... ardina."
Así fue como
comencé a adquirir hábitos benéficos como el de la lectura, escuchando mis
cuentos favoritos: Los que había aprendido mi padre de mi abuelo a través de la
tradición de oralizar historias ancestrales. Por medio de este legado cultural
no solo entretenía mi hiperactiva personalidad, sino que educaba mi carácter
con las sabias enseñanzas familiares. Aquellas, tenían el propósito de resaltar
virtudes humanas que mis padres consideraban valiosas para mi crecimiento
espiritual y personal. No obstante, no se reducían a una mera lección moralista
y dogmática sino que impartían la disciplina que necesitaba para formarme en
sociedad; sin dejar de lado la función poética, estética y crítica que
caracteriza a una buena obra artística. Entre otros de los primeros libros que
miré estaban la enciclopedia de Charlie Brown, lecturas de animales y criaturas
mágicas como gnomos, cuentos picarescos y de hadas.
Todo este
repertorio de lecturas divertidas, al mismo tiempo representaban parte de la
experiencia vital de la niñez y conformaban de cierta manera mi identidad. Del
mismo, en aquellas narraciones no solo reencontraba mi ser interior –pues leía
desde mi propia sensibilidad relatos que consideraba interesantes- sino que
incorporaba en la conciencia saberes que llenaban de sentido lo que conocía de
la existencia humana. Por ejemplo, me llamaban mucho la atención las historias
amorosas y todo lo relacionado con aquel curioso afecto humano que daba lugar a
los más apasionados conflictos. Entonces, me consumía en estas lecturas para
confirmar el enorme impacto de esta emoción sobre el individuo y revivir las
proezas altruistas de personajes amantes humanizados en este noble propósito. A
la vez me sentía maravillada por la entrega a la otredad que encarnaban estos
héroes dispuestos a sacrificar sus vidas en nombre del amor y su simbólica
entereza de carácter. A propósito, me encantaba el cuento de “La sirenita” en
su versión original de Hans Christian Andersen donde la protagonista muere
convirtiéndose en espuma de mar tras haber fallado en su búsqueda amorosa. De
hecho, esta versión me parecía mucho más bella que la censurada para “público
infantil”, ya que expone en toda su verosimilitud dilemas humanos sustanciales
como el afrontar desencanto existencial después de haber combatido en la arena
de la vida por amor.
Dichas
sensaciones que tal vez en ese entonces no comprendía, me eran reveladas a
través de libros con una intención realmente artística. Es decir, obras que no
habían sido expurgadas de su real significado y ofrecían la posibilidad de
conocer aspectos humanos más allá de las vivencias propias de la infancia. De
esta manera, podía tener una visión diferente de la realidad, leída no desde el
mundo de la niñez donde el amor de pareja no se ha descubierto aun, sino del
desconocido universo de la adultez que comenzaba a otear con ávida curiosidad.
Así, a medida que iba adquiriendo mayor cantidad de información sustanciosa me
percataba de la inmensidad de la cultura, lo cual era un motivo para seguir explorando. De hecho, esta búsqueda
interminable no solo me mantenía activa sino que proporcionaba la satisfacción
de lograr franquear por un instante el límite de la ignorancia y dar respuesta
a algunas de mis muchas preguntas.